
Imaginaos un padre de familia que trabaja en una funeraria. Él va muy orgulloso con su nuevo coche fúnebre hablando con su mujer por el móvil, a la que promete dejar de fumar. Sólo pasan 2 segundos desde que cuelga el teléfono hasta que coge otro cigarro. En ese momento un autobús se abalanza sobre el coche, dándole un nuevo significado a la frase fumar mata (he necesitado una equipo de 7 guionistas trabajando toda la semana para conseguir hacer un comentario tan poco ingenioso). Así arranca A dos metros bajo tierra, tan inesperada como la propia señorita Muerte, que cualquier día acaba pegando a tu puerta sin esperar a haber sido invitada.
Lo primero que viene a la cabeza (bueno, suele venir mucho en el transcurso de la serie) es la gran American beauty, y no es para menos: Alan Ball es escritor y productor de ambos prodigios. Incluso el mismísimo Thomas Newman echa una mano componiendo el tema que da el comienzo a cada capítulo. Es más, si esperamos un poco incluso llegaremos a ver a Mena Suvari. Alan Ball trabaja con conceptos paralelos (con bastante más dramatismo en la serie, lo cual no quita sus buenas dosis de humor), llevados a la pequeña pantalla de la mano de
El caso es que la familia Fischer siempre ha vivido rodeada de muerte, y más importante que eso es el hermetismo sentimental al que se han visto sometidos, que es lo que realmente les va matando poco a poco. Y es que por mucho que ellos quieran son incapaces de rendirse a los cuidados del otro, incapaces de demostrar sus verdaderos sentimientos, y a veces te dan ganas de extender los brazos, abrazarles y susurrarles que los entiendes, que no tienen que preocuparse. Aún así, siguen racionalizando los sentimientos hacia la muerte del padre de la familia, tratándose a sí mismos como si fueran uno de sus propios clientes.
Cada capítulo empieza con una muerte -no podía ser de otro modo-, enseñándonos no sólo que todos los días muere alguien, sino que tú tienes tantas papeletas como cualquier otro, sea ese otro tu vecino, un desconocido de otra ciudad o tu propio padre. Y aquí empieza uno de los distintivos de esta serie: las pseudo-alucinaciones. Que sí, que eso ya lo hizo Ally McBeal, pero en A dos metros bajo tierra se retoma el concepto de una forma mucho más sutil y útil. Por un lado tenemos las conversaciones con los muertos, que no son más que conversaciones del personaje con su interior; por otro lado tenemos los sueños y los deseos/miedos, que cumplen la función de ver qué es lo que tienen los protagonistas en el cerebro, a la vez que nos desconciertan, porque a los autores de esta obra les gusta ver cómo no somos capaces de saber qué está pasando de verdad y qué es obra del el interior de cada personaje (cosa que luego va desapareciendo poco a poco en las siguientes temporadas), algo que se hace muy intenso con Brenda y su adicción al sexo. Pero no es la única adicción que veremos…
Si esta serie hubiera estado hecha en otro canal, probablemente no habríamos visto todo lo que la mente media americana desprecia y criminaliza: desnudos (ya en el segundo capítulo nos topamos con un primer plano de un pene en erección…. de una persona muerta), escenas y más escenas de sexo, lenguaje malhablado, humor negro, católicos drogándose (es que en esta serie todo el mundo acaba tomando éxtasis, marihuana, cristal o cualquier cosa que se puedan meter en la boca... como niños chicos con la caca, vamos), católicos follando como perros, sexo interracial, homosexualidad, orgías, incesto… Y aún después de toda clase de excesos y actos que muchos calificarían de “inmorales”, los personajes van a la iglesia y después de salir sueñan con una vida perfecta, con casa con jardín, niños guapos, el amor eterno, respeto, etc.
Por supuesto, si estuviéramos hablando de otra serie, hablaríamos de finales felices (quizás alguien acabaría muerto o despedido o sin novia –esta es la idea de drama de muchas series-, pero los demás personajes llevarían una vida perfecta y feliz), pero aquí hablamos de un ambiente de tragedia que no permite que los protagonistas avancen. Sí, puede que parezca que solucionan sus problemas y se acercan a lo que ellos ansían, pero lo cierto es que siempre acaban en el mismo punto del que empezaron. Al igual que Nate quiere huir de lo que él cree que es su destino (ocuparse de la funeraria), lo único de lo que estos personajes no pueden escapar es de sí mismos, y es que la incapacidad para mostrarse tanto al mundo como a ellos mismos tal y como son les lleva a tener miedo de lo que podrían conseguir (una buena relación, aceptación aún a pesar de su condición sexual, rehacer su vida después de quedarse viuda...).
En cuanto ves el último fundido en blanco del capítulo vuelves a nacer, y es que esta serie absorbe hasta el punto de no poder pensar en nada durante el transcurso del capítulo. Cuando llegas a ver el último flash blanco de la serie y te das cuenta que la serie ha muerto, una parte de ti muere con ella.
Por la excelentísima banda sonora, por la fotografía, por la iluminación, por los personajes (y la mayoría de actores que los encarnan), por el tono desolador, por las pseudos-alucinaciones, por las escenas “moralmente inadecuadas”, por los fundidos en blanco, por el dramatismo tirando a tragedia, por el humor, porque por una vez la única pareja estable de la serie sea la homosexual, por las pseudos-apariciones de Nathaniel, por ser un producto tan denso como directamente asfixiante, por Ruth, por Claire, por David, por Nate y por muchas más cosas deberías haber visto al menos una vez esta serie (5 temporadas de 12/13 episodios cada uno) antes de que la muerte de contigo. Y, créeme, será antes de lo que tú crees.
Una serie estupenda, estuve enganchado con mis compañeros de piso, saludos.
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